viernes 20 marzo 2020, 08:31

El perro Pickles y la Copa Mundial robada

La mayoría de las tramas futbolísticas dignas de un guión de Hollywood tienen lugar en el terreno de juego, con triunfos de cenicientas, goles tardíos y emociones desbordantes. Sin embargo, uno de los argumentos más alucinantes que ha conocido el deporte rey, con situaciones de misterio, intriga y un héroe insospechado, tuvo lugar fuera de los focos del estadio, con una sacristía, una nota de rescate y un perro fiel como elementos principales.

El domingo 20 de marzo de 1966, robaron el trofeo de la Copa Mundial de la FIFA. Fue un suceso que provocó titulares en todo el mundo e hizo cundir el pánico en el seno de la Asociación Inglesa de Fútbol (FA) –a la que se había cedido el trofeo con vistas a la inminente Copa Mundial de la FIFA™– y la policía metropolitana de Londres, antes de acabar haciendo famoso a quien finalmente lo encontró, el perro Pickles, y a su dueño, David Corbett.

Y el propio Corbett puede atestiguar hoy que sus ecos todavía resuenan entre los aficionados al fútbol de todo el planeta. “Es asombroso de veras”, afirma a FIFA.com. “Creo que es por el hecho de que cada cuatro años llega otra vez [el Mundial]; no es como algo que ocurre y luego se olvida”. Periodistas de todo el mundo contactan con él para escuchar sus recuerdos de la historia, aunque admite con modestia: “La gente se acuerda del perro, ¡no de mí!”.

Aunque el collie sea el protagonista estelar, el hilo argumental que condujo a la ascensión de Pickles al Olimpo del fútbol ya es bastante fascinante en sí, antes de que el héroe peludo entrase en acción al final.

Cuatro meses antes del comienzo previsto del Mundial, la FA recibió una petición para exhibir el trofeo en la exposición de filatelia Stampex de Stanley Gibbons, en el Methodist Central Hall de Westminster (una iglesia metodista y palacio de congresos situado en una zona de Londres bien vigilada por la policía, a apenas unos doscientos metros de las Casas del Parlamento).

El entonces Presidente de la FIFA, Stanley Rous, aceptó, siempre que se cumpliesen estas tres condiciones: el trofeo tenía que transportarlo una empresa de seguridad acreditada; debía colocarse en una vitrina cerrada con candado que estuviese custodiada las 24 horas del día; y debía estar asegurado por 30.000 libras. El trofeo sólo estaba valorado en una décima parte de esa cantidad, aunque estaba rodeado por sellos que valían 3 millones de libras.

Sin embargo, resultó crucial que el trofeo no estaba vigilado in situ a todas horas y, con la exposición cerrada, entre las 11:00 y las 12:10 de la mañana –mientras tenía lugar un servicio religioso en la planta de abajo–, el autor del robo entró forzando la puerta trasera y se marchó sin dejar rastro. El trofeo mundialmente famoso había sido robado ante las narices de la renombrada policía metropolitana londinense, con los consiguientes momentos de histeria y vergüenza.

Un rescate frustrado

Según declaró un miembro del personal de guardia, “nada en absoluto falló en nuestra seguridad; simplemente robaron la Copa”. Poco después, la policía hacía pública la descripción de un sospechoso: un varón delgado de treinta y tantos años, con pelo negro impecablemente peinado y una posible cicatriz en la mejilla derecha. Tras varias falsas alarmas que provocaron la interrupción del servicio de metro y testimonios de posibles avistamientos del ladrón, el presidente de la FA, Joe Mears, recibió una nota de rescate.

Así empezaba la nota: “Querido Joe Kno [sic], dudo que estés muy preocupado por la pérdida de la copa mundial… Para mí es sólo un montón de chatarra dorada. Si no tengo noticias tuyas el jueves o el viernes como muy tarde, entenderé que va para la CAZUELA”.

El remitente, conocido como ‘Jackson’, finalmente acordó quedar en Battersea Park, aunque en vez de Mears, traería las 15.000 libras exigidas el inspector de policía Len Buggy –haciéndose pasar por el ayudante del presidente ‘McPhee’–. Sin embargo, la maleta en realidad sólo contenía 500 libras… con papel de periódico oculto debajo. Tras subirse al coche de ‘McPhee’ y circular diez minutos por el sur de Londres, el presunto ladrón, cuyo nombre real era Edward Betchley, divisó al vehículo camuflado de la policía que los seguía y salió corriendo, pero acabó siendo detenido.

Tras alegar ser solamente un intermediario, Betchley finalmente fue condenado como tal –con dos años de cárcel– y nunca se encontró al ladrón. En todo caso, durante su proceso judicial, Betchley demostró que pese a todo era aficionado al fútbol, al afirmar: “Sea cual sea mi sentencia, espero que Inglaterra gane el Mundial”.

Héroes a la palestra

Ahora es cuando entran en escena Pickles y Corbett. Una semana después del robo, cuyos detalles se habían diseccionado minuciosamente en toda la prensa nacional, Corbett salió a la cabina telefónica situada al otro lado de la calle para ver si había nacido el nuevo hijo de su hermano, con Pickles a su estela.

Por el camino, el perro blanco y negro empezó a olfatear alrededor de un paquete extraño. “Estaba envuelto en papeles de periódico y fuertemente atado con cuerda, apoyado contra la rueda del coche de mi vecino”, vuelve a contar Corbett, quizás por milésima vez en el último medio siglo. “Lo recogí y era bastante pesado, aunque no muy grande; no era una copa espectacular”.

“Por entonces, el IRA (Ejército Republicano Irlandés) andaba suelto, así que personalmente, pensé que era una bomba y lo dejé en el suelo. Lo levanté, lo volví a dejar. Entonces, la curiosidad me pudo. Rompí un poco el envoltorio por debajo y había una chapa lisa. Seguí rompiendo alrededor, y aparecieron Brasil, Alemania, Uruguay. Volví a casa corriendo y le dije a mi mujer: ‘¡Creo que he encontrado la Copa Mundial!’”.

De sospechosos al estrellato

Su mujer ni se inmutó y, cuando lo presentó en la comisaría más cercana, la reacción fue así de poco entusiasta: “No me parece muy mundialista esta Copa…”. Aun así, a Corbett le quitaron bruscamente la copa y, cuando se confirmó que era auténtica, de pronto se dio cuenta de que estaba en el punto de mira. “Era el sospechoso número uno. ¡Hasta que no estaba sentado en la comisaría de Cannon Row, ni siquiera se me había pasado por la cabeza!”.

Después de unas horas de interrogatorio y de varias semanas incluido en una lista de sospechosos, su nombre quedó fuera de toda sospecha. Y entonces llegó el estrellato: dueño y amo salieron en televisión y acudieron a actos solemnes, amén de recibir una recompensa en efectivo. En cuanto a Pickles, hizo de extra en una película –El espía de la nariz fría–, y le dieron una medalla y comida para perros para un año entero. Corbett también recuerda que los dos fueron invitados al banquete tras haber ganado Inglaterra el Mundial, y que Pickles gozó de mucha popularidad entre la concurrencia… aunque huyó de toda pompa y solemnidad aliviando sus necesidades en las puertas del ascensor del hotel de cinco estrellas.

Corbett no se separó de su fiel amigo hasta el final, y lo enterró en el jardín de su casa de South Norwood, donde sigue viviendo hoy. Y cada vez que ve la mítica foto de Bobby Moore alzado a hombros por sus compañeros, sabe que él puso su granito de arena: “Siento un cierto orgullo al verla y, además, ¡yo también pude alzar el trofeo original!”.